Muchos de los protocolos de bioseguridad que hoy son obligatorios para ingresar a cualquier lugar público, incluida nuestra propia casa, no son más que una vuelta a las buenas costumbres sanitarias que hemos perdido. “No tanto por el lavado de manos a cada rato –que uno debería siempre hacer después de volver de la calle–sino por la costumbre de dejar los zapatos en la entrada… usted no se imagina cuanto mugre trae uno de la calle en los zapatos y termina esparciéndolo por toda la casa”, me dijo una enfermera hace días.

Mi papá y yo, muchos años antes de la pandemia del covid-19, comenzamos a dejar los zapatos –con los que veníamos de la calle– al costado de la puerta y a seguir adelante en medias, ya que en más de una ocasión nos habíamos llevado varios regaños de mamá por llegar tan inoportunos a estropear su jornada de aseo, justo cuando el piso estaba recién trapeado. Luego el problema fue que percudíamos las medias; así que mamá resolvió el asunto dejándonos desde entonces un par de chanclas diagonal a la puerta. Mucho después supe que ese ritual no lo había inventado mamá sino que era una tradición ancestral de los japoneses.

Un Japón la mayoría de la casas (por ejemplo las tipo machiya) siguen siendo construidas con pisos de madera no muy distantes del suelo natural (excepto en la cocina que por el riesgo de incendios suele ser en piedra), y recubiertos por una estera tejida de bambú conocida como tatami, que podríamos asociar a la alfombra occidental. Ante lo difícil que podría llegar a ser la limpieza de este material tan delicado extendido por toda la casa, los japoneses son muy rigurosos con la limpieza, en especial con la de los zapatos. De ahí que la arquitectura contemple en todas las casas el genkan, una área separada de la puerta de entrada entre dos o tres metros, a modo de vestíbulo en un nivel inferior al resto del piso, donde se lleva a cabo el “intercambio de calzado”, pues siempre reposa a un costado unas pantuflas (surippa) para seguir adelante más cómodo y libre de la impurezas de la calle.

Si bien en Occidente puede resultar tediosa el hábito de quitarse los zapatos en cada regreso a casa, la pandemia nos ha obligado a implementar esta medida sanitaria que no deberíamos perder cuando terminen estos días de zozobra y limpieza compulsiva, pues hemos entendido que las suelas de nuestros zapatos pueden albergar como lo dice Charles P. Gerba, más de 420.000 bacterias, más del triple de las que puede contener la taza del inodoro.

 Estos temores nos han impedido valorar la importancia espiritual y fisiológica de nuestros pies. En una clase de yoga tuve la oportunidad de realizar una caminata a pies descalzos por un sendero en afirmado y por el lecho del río. La experiencia del contacto de los pies con la tierra caliente, con las piedras, con el agua, fue una verdadera terapia; un volver a las raíces, a la conciencia de nuestro cuerpo como dice el maestro Joseph. No fue fácil vencer esa sensibilidad que desarrollaron las plantas de mis pies por tantos años acostumbrados al confort de las medias y los zapatos. Creo que aquello contribuyó a relajar esos puntos de presión de los que tanto habla la podología.

Sin embargo, la cuestión no pasa mucho por la pereza de quitarse los zapatos, sino por el temor a mostrar los pies. Recuerdo que en las clases de expresión corporal de mi padre, muchos alumnos eran reacios a quitarse los zapatos por dejar al descubierto las medias rotas, la falta de pedicure o por olores indeseable que podrían llamar la atención más de lo normal. La carencia de aseo de los pies u otros prejuicios culturales son algunas de las razones por la que quitarse los zapatos es casi un acto íntimo para muchos, y difícilmente lo hacemos en casa ajena, como los japoneses en la escuela, en el trabajo o cuando visitan a alguien.

Y es que no solo es por higiene, para los japoneses el ritual de los zapatos va un poco más allá: el respeto del huésped para con el anfitrión, la búsqueda de la pureza de un lugar tan sagrado como lo es la casa. Al ser lo pisos de madera, las pisadas con zapatos (además de ensuciar el tatami) alteran el equilibrio acústico de la casa que los recibe, aspecto que es muy afín con la cultura zen, la etiqueta y las buenas costumbres de la espiritualidad oriental. Y es que los japoneses desde sus orígenes tuvieron una tendencia a “vivir en el suelo”, pues actividades como comer, leer o tejer suelen hacerlas sentados de rodillas en el suelo (postura seiza), ya que el uso de las sillas sería muy posterior en su cultura, y nunca llegaron a imponerse.  

No obstante, esta tradición no es del todo japonesa. Según el profesor David Sevillano-López, es muy probable que sea originaria de China, cultura milenaria de la que muchos países del sudoeste asiático como Japón, Corea, Camboya, Vietnam, incluso la India, admiraron y nutrieron mucho a su civilización. Si revisamos esta tradición en el mundo, pese a su occidentalización, también los países de mayoría musulmana, los territorios que hicieron parte del antiguo imperio Otomano como Serbia y Hungría en Europa, y hasta algunos de extinta Unión Soviética, suelen usar hoy el terlik, tapochki u otras pantuflas para estar en casa o para el culto religioso, con base a principios muy similares a los concebidos por Oriente. En los países escandinavos su uso es más por las condiciones meteorológicas que por una verdadera tradición cultural.

La verdad no estoy muy seguro si esta costumbre se pueda arraigar a nuestra tradición colombiana, pero lo que sí estoy seguro es que después de casi noventa días de cuarentena y de medidas preventivas contra ese virus que nos amenaza, ya no va a ser tan difícil ni tan incómodo el dejar los zapatos en la entrada de nuestra casa o en de cualquier huésped que nos reciba. Creo que tampoco estaría de más un letrero en la puerta que diga:

“no usar zapatos, 

gracias… bienvenido”.

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