Hace un par de semanas Lina Moreno de Uribe escribió sobre las narrativas de odio. Ella decía que estas narrativas han acompañado a la sociedad colombiana por décadas, y que hoy alcanzaron a las nuevas generaciones. La señora Lina hacía referencia a las narrativas de odio que conducen a señalamientos, prejuicios, mala fama o estigmas que han marcado la vida política y personal de su marido Álvaro Uribe. Según ella, su marido ha sido señalado como «instigador y determinador de un aparato criminal culpable de las peores atrocidades políticas y sociales vividas en Colombia en los últimos cuarenta años». Toda una víctima del estigma, un hombre desacreditado por la sociedad, cuyo único pecado fue trabajar, trabajar y trabajar.
Empiezo con esta reflexión porque es importante preguntarnos hoy por el papel de la estigmatización, y las consecuencias de los señalamientos hacia quienes no encajan en los parámetros de “normalidad” política, religiosa y hasta estética, que las clases dominantes han establecido.
Como lo dice Lina, las narrativas de odio se establecieron en el lenguaje por décadas, estereotipando negativamente a ciertos tipos de personas por razones tan básicas como su «aspecto descuidado», que para ellos es intimidante pues lucen «barbones como cualquier atracador de barrio y de poco baño (…) quizás se tatúan y su mirada solo dice quiero hacerte daño», así lo ilustró Vicky estigmatizando a todos los jóvenes influenciadores digitales que ella afilió como “la banda del pajarito”.
Pero los estigmas no solo se quedan en señalamientos superficiales, estos pueden generar consecuencias graves. Han sido utilizados dogmáticamente, así como lo hizo el expresidente y ahora exsenador Uribe, quien categorizó a sus opositores como «juventud FARC», metiéndolos a todos en la misma bolsa, afiliándolos como militantes de un partido político, o para los más ingenuos y fanáticos, los marcó como “terroristas”. En un país de amores y odios las declaraciones del expresidente pueden ser nefastas para la oposición ciudadana.
La gravedad de la estigmatización no termina ni con la muerte, las víctimas de masacres desde hace décadas han sido estigmatizadas y con esto su muerte justificada; es el camino fácil que toma la “inteligencia” policial para explicar los crímenes. En Cali la semana pasada, ante la masacre de cinco niños, investigadores de la policía dijeron que posiblemente las víctimas pertenecían a bandas criminales, lo que tradujeron como un ajuste de cuentas. En Nariño la masacre de nueve jóvenes se le atribuyó a la participación de algunas de las víctimas en grupos delincuenciales. El estigma es la salida mediocre de las investigaciones preliminares, que faltan al respeto a toda la sociedad y pisotean la memoria de las víctimas.
Hoy contamos más de treinta personas asesinadas en dos semanas de masacres. Sí, masacres, aunque a Duque le parezca que suena más bonito decirles “homicidios colectivos”. Estamos viviendo un momento confuso en el que no sabemos quiénes son los asesinos y al parecer las autoridades no hacen nada; y el Gobierno sigue ejerciendo presencia institucional por medio de un televisor en horario estelar.
Como ciudadanos es hora de exigir justicia. No podemos permitir que masacres como las de Valle del Cauca, Cauca, Nariño y Arauca, queden en la impunidad y en una justificación estigmatizada. Es hora de romper con la estigmatización, no podemos permitir que los líderes políticos de nuestro país, y la solapada neutralidad de algunos periodistas, sigan alimentando la violencia y los fanatismos cotidianos.
A Lina le agradezco por abrir este debate sobre la estigmatización, y le pregunto: Si el interés es mantener un ambiente pacífico que no dañe el buen nombre de nadie: ¿Por qué no le da consejos sobre “interpretaciones” lingüísticas a Uribe en la intimidad de su hogar? Eso sería un bonito gesto con las víctimas de los estigmas y señalamientos inventados por su esposo, quien al parecer tiene una imaginación increíble para calumniar.