Por: Paula Sánchez M.
Cuando Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos en el 2017, se instaló una supremacía blanca de poder que impuso un canon de repudio hacia negros y latinos. En ese año diferentes medios de comunicación alternativos publicaron el pasado racista de Trump, recordando diferentes sucesos. El más significativo ocurrió en 1973, cuando la División de los Derechos Civiles del Departamento de Justicia de Estados Unidos, presentó una demanda contra los negocios inmobiliarios de Trump Organization, al demostrarse que la organización hacía una clasificación racial de las solicitudes de arrendatarios, es decir: la familia Trump tenía como principio en su inmobiliaria no arrendarle a negros.
A lo anterior se le suma una larga lista de acciones y comentarios racistas hechos por el mismo Trump. En el 2015 llamó a los inmigrantes mexicanos, “violadores”. En el 2017 calificó a los integrantes del equipo de fútbol americano Detroit Lions como “hijos de puta”, al cantar el himno nacional de Estado Unidos arrodillados en señal de protesta por el abuso policial y la persecución racial. En el 2018, en una reunión a la que asistieron algunos representantes demócratas, calificó de “países de mierda” a El Salvador, Haití y algunos países africanos, al lanzar la pregunta “¿por qué todas esas personas de países de mierda vienen aquí?”. A esta extensa lista de declaraciones racistas, que no citaré en su totalidad por falta de espacio y por respeto a los lectores, le agregaré las preocupantes políticas de migración llevadas a cabo en su mandato, en las que resalto la que tituló: Tolerancia cero. Bajo esta política cientos de niños y niñas inmigrantes fueron separados de sus padres y retenidos en jaulas y en supermercados de Walmart abandonados; estos niños estaban en condiciones inhumanas en las que se les desconocía por completo sus derechos fundamentales.
Hoy, en medio de la pandemia por el coronavirus, vemos que se refuerza esa supremacía blanca que impuso Trump, la cual no solo persigue a negros, latinos, indios, africanos y cualquier tipo de inmigrante, sino también impone su poder sobre mujeres, personas queer y trans. Esta persecución, provocó un aumento en las tensiones sociales hasta que la ciudadanía no aguantar más. El pasado 25 de mayo, en una transmisión en vivo por redes sociales, el país fue testigo del asesinato a sangre fría de George Floyd, a manos de un policía. Esta fue la gota que rebasó el vaso de estadounidenses e inmigrantes de todas las razas, quienes estallaron en rabia y protestas, las más grandes que se han visto desde el asesinato de Martin Luther King en 1968. El asesinato de Floyd significó esa chispa que faltaba para que todo el país, que muchas veces desde este sur global vemos como sumiso y poco contestatario, se uniera para decirle a su presidente i can’t breathe.
Hay que reconocer la importancia de la protesta norteamericana, pues en realidad es asombroso que se generen estos escenarios de indignación, que van más rápido que la pandemia y son capaces de contagiar al mundo. Sin embargo, la intención de este escrito no es esa. Mi intención es hacer un llamado para preguntarnos sobre la supremacía blanca y colonial que se impone en nuestro territorio, preguntarnos por nuestra distinción, por nuestras particularidades frente al racismo y todos los tipos de violencia que enfrentamos en Colombia. Es necesario mirar afuera, pero también mirar adentro de nuestra casa y preguntarnos por los problemas internos que enfrentamos en Colombia, pues parece que nos volvimos totalmente tolerantes a nuestra propia desdicha.
En este país hemos presenciado innumerables asesinatos de jóvenes a manos de la fuerza pública en circunstancias que, en muchos casos, aún no han sido esclarecidas. Para recordar la memoria de algunas de las víctimas quiero nombrar a Nicolás de 15 años, Dylan de 19 años, Johnny de 21 años, Jaime de 18 años, y muchos otros jóvenes que les quitó la vida la brutalidad policial de nuestro país. En medio de la pandemia a esta lista se le suman dos Colombianos más: Ariolfo Sánchez Ruíz en Anorí – Antioquia, quien fue asesinado por el ejército nacional en circunstancias confusas; y Ánderson Arboleda en Cali, a quien un policía lo asesinó por estar en la calle rompiendo las medidas de cuarentena impuestas por el Gobierno. Los casos nombrados anteriormente no son ajenos a la posición económica y racial de las víctimas, y están directamente relacionados con condiciones estructurales de discriminación que refuerzan las brechas de desigualdad que son inmensas en Colombia, y se soportan en el olvido estatal de sectores específicos de la población. Lo que quiero decir es que estos casos de racismo, clasismo y exclusión que son noticia diaria en nuestro país, no son casos aislados, más bien responden a lógicas de orden social que debemos entender y romper.
En Colombia ya tenemos muchos casos como los de George Floyd, ya no tenemos que esperar esa gota que rebase nuestro vaso. Llegó la hora de recuperar las calles y dejar las redes sociales como extensión de nuestras acciones a nivel mundial. Tenemos que hacer veeduría ciudadana a leyes, decretos y recursos económicos que durante el confinamiento nos han impuesto, y no esperar a que llegue ese mesías en forma de político correcto que nos va a salvar, eso nunca pasará. No podemos dejarnos quitar las calles, esos espacios que habíamos conquistado en noviembre de 2019 son nuestros.