Después de más de dos meses de confinamiento, observando desde la terraza la calle desierta, las ventanas cerradas por las que de vez en cuando se asoman los vecinos y saludan; entre los ecos de la avenida a medio andar y la nostalgia por todo lo que ha quedado postergado, no pude evitar recordar el documental La teoría sueca del amor (2015) de Erik Gandini1, que nos muestra el distanciamiento social voluntario y la autonomía individual del modelo de bienestar nórdico, adoptado desde los años sesenta por el Estado benefactor de Suecia, considerada por mucho como una “sociedad perfecta” por su alto nivel de vida y prosperidad económica dentro del Capitalismo.
En esta crisis sanitaria del Covid-19 lo más difícil para nosotros los colombianos (y en general los latinoamericanos) no solo es que el tiempo se haya suspendido mientras los ingresos se reducen y sobrevivimos apenas con los ahorros o los subsidios del gobierno, sino la imposibilidad del contacto físico, manera tan nuestra de demostrar el afecto más allá de las palabras. Es muy triste encontrar a un familiar o un amigo en la tienda, por ejemplo, y no poder estrechar su mano, brindarle un abrazo o que el saludo se ahogue en el tapabocas. Por los ojos reconocemos la sonrisa, pero apenas son dos horas en la mañana y dos en la tarde, y dos días a la semana; no hay tiempo para charlas, la casa nos espera de nuevo.
Esto sin duda ha sido lo más difícil para nuestra sociedad, tan efusiva y acostumbrada a los tactos. Esta idiosincrasia es muy contraria a la que nos muestra el documental en Suecia, ya que desde mucho antes de esta pandemia del 2020, eligieron la individualidad como modo de vida, por lo que hoy esta nación dispersa y ensimismada, no ha sufrido tanto ese trauma emocional y afectivo que a nosotros nos ha causado el confinamiento obligatorio. “Eso son gente muy fría”, dijo Pepe da Rosa refiriéndose a los rusos; “a la distancia de mi brazo extendido”, dice un conocido residente en Alemania ante la escasez de los abrazos; o “es que ustedes tocan mucho”, reiteran en Corea del Sur ante nuestro tradicional apretón de manos… El distanciamiento por lo tanto se ha expandido por el mundo, sobre todo por aquellos países desarrollados donde sus habitantes, entregados a la autorealización, olvidaron la juerga y los espacios de distensión que tanto valoramos los latinos. “Aquí el ocio no existe, todos los días son iguales y eso de estar hablando paja y tomando cerveza con los amigos, es un perdedera de tiempo”, comentó otro conocido desde Suiza.
Ese “nuevo sistema de valores” que nos muestra Gandin en su documental, fue la apuesta del Estado sueco para imprimir en sus ciudadanos la plena autonomía e independencia, por lo que garantiza seguridad social, educación, oferta de empleo, distribución equitativa de los ingresos y las rentas, en fin, todo lo necesario para que ningún vínculo afectivo pueda truncar las metas personales de sus ciudadanos. “Vuela solo, hijo”, y desde entonces este traza su horizonte. La familia queda como un recuerdo de infancia, y los caminos se separan. La distancia casi como una muerte simbólica atemporal de esa familia que queda. ¿Qué pensarían los suecos de los soldados y policías colombianos secuestrados en lo profundo de la selva por más de diez años, cuya única razón para soportar el flagelo fue la posibilidad de regresar a casa y reencontrarse con sus hijos y demás familiares.
Esta liberación afectiva ha sido también un antecedente muy importante para el feminismo: la mujer sueca no depende de nadie para mantenerse, para realizarse, incluso, ni para procrearse. Sí, en Suecia son muy comunes las ofertas de fecundación asistida como los coitos programados, la inseminación intrauterina y la fecundación in vitro. Oigan bien hombres colombianos de rula bien ajustada al cinto: las mujeres suecas son autónomas para engendrar un hijo cómo y cuándo lo deseen. Sí, porque pese a la liberación afectiva, la reducción de la natalidad y del capital humano, no está dentro de sus propósitos. Sin embargo, la consecuencia es una exteriorización generalizada de la soledad. En Colombia, si bien ya no existe el Estado benefactor, las políticas siguen reafirmando el concepto de “familia” y de “hogar”, que de cierto modo estimulan su unidad, así sea de modo imperfecto.
Una verdadera pandemia de soledad vive el mundo hoy, y la amenaza latente de un virus lo ha dejado al descubierto. ¿En qué momento pasamos de la algarabía de diciembre a un aislamiento en el que ya comenzamos a temerle incluso a nuestros propios vecinos? Como hace cien años con la gripa española, y muchos antes con otras pestes similares, la naturaleza nos pone nuevamente a prueba como sociedad. “Que la crisis va a sacar lo mejor de cada uno” Pues no, sigue primando el interés personal sobre el particular; ya hemos visto cómo mientras estamos confinados y con la angustia de una crisis económica que amenaza con aplastarnos, se especula sin pudor con los precios de los alimentos y del transporte, y hasta la contratación pública abusa de la figura legal de la urgencia manifiesta para amañar procesos que nada tiene que ver con la emergencia, sin molestarse mucho en disimular los sobrecostos. No obstante, los lazos afectivos se mantienen fuertes, y es eso lo que nos tiene todavía aquí soportando esta espera tan incierta.
La desobediencia de muchos a las medidas de confinamiento no responden únicamente a la urgencia de sortear el hambre del día a día, ni porque somos una raza “revuelta” de indígenas reacios, negros sublevados y españoles bandidos; no, es una manifestación apremiante de la necesidad de encontrarnos y ratificar nuestros afectos. ¿Se imaginan esta crisis sin las redes sociales? Esa otra forma de presencia es nuestro paliativo ahora, pese a paradójicamente antes de la pandemia nos hubiera estado alejando sin darnos cuenta de esa posibilidad de interacción física que hoy tanto anhelamos.
Y es que el desarraigo es una cuestión bien difícil de concebir. La partida de un ser querido se lleva una parte nuestra, y de ahí que los psicólogos y psiquiatras enfaticen tanto en reconocer que la muerte es tan natural como el nacer. En Suecia, por ejemplo, es cada vez más común enterarse de que alguien llevaba tres días muerto en su apartamento, o que los viejos mueren en la más completa soledad y solo el olor los delata. Aquí en Colombia, por el contrario, el rito de la muerte, del último adiós, de los santos óleos, incluso, de las plañideras, es casi una terapia preparatoria para el duelo posterior. Por eso es tan dramático aceptar que un familiar contagiado por el virus sea aislado, muera sin acompañamiento, y luego su cuerpo sea incinerado y enterrado en un lugar que muchas veces no se precisa. Un trauma para los familiares casi tan parecido al de aquellos que en el marco del conflicto armado aún no saben donde ir a llorar a sus parientes desaparecidos.
En este contexto, por la dinámica actual de los empleos en Colombia, somos cada vez más nómadas, y ya no es tan frecuente lanzarse al vacío y asumir las condiciones recíprocas que implica conformar una familia. Pese a la distancia física, seguimos presentes en esa cadena de afectos que no termina de romperse, y allí la tecnología ha contribuido bastante a fortalecerla. En Suecia, un país desarrollado, con bajos índices de criminalidad, ¿y un desarraigo tan alto? En Colombia, un país donde volver a casa sano y salvo ya es una hazaña, ¿y estos arraigos tan fuertes? ¿Sufriríamos menos si acogemos “la teoría sueca del amor”? Bueno, quién soy yo para responder esas preguntas.