Rainer Maria Rilke en sus cartas a un joven poeta insiste en que “casi todo lo importante es difícil; y todo es importante”. Valiéndonos de la analogía, podríamos decir que pensar la vida es difícil porque es importante. El ruido de los días y esa lucha constante contra el tiempo, nos alejan del espejo. Allí, frente a frente mirándonos fijo a los ojos, desnudamos al fin el velo y surge una pregunta entre tantas preguntas: “¿cuál es el color de mi existencia?”.

En la primera mitad del siglo XX, con las heridas aún sangrantes de la Primera Guerra Mundial, Europa padece la Gran Depresión del ‘29 y el fervor de los movimientos nacionalistas que quisieron transformar los valores sociales y el orden político del mundo. El ascenso al poder del fascismo en Italia y el nazismo en Alemania, consolida sus ideales y pronto se expanden por todo el continente. El hombre no tuvo memoria, y con más brutalidad y tecnificación, repitió los horrores ya vividos en una Segunda Gran Guerra. La humanidad pareció condenarse una vez más a la autodestrucción.

Muchos pensadores como Hermann Hesse, Albert Camus, Jean-Paul Sartre o Albert Einstein, por ejemplo, reflejaron en sus escritos aquel sentimiento devastador que los invadió y acompañó hasta el último de sus días. La guerra, el desgarro del presente y el color pálido del exilio, marcaron sus visiones del mundo y la vida. “Lleno estaba el mundo de amigos cuando aún mi cielo era hermoso. Al caer ahora la niebla los ha borrado a todos” comentó Hesse; “cualquier hombre, a la vuelta de la esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo”, se quejó Camus; “lo más desagradable del mal, es que a uno lo acostumbra”, dijo resignado Sartre; “no sé cómo será la III Guerra Mundial, pero sí la IV… con piedras y palos”, dijo Einstein con profundo dolor… “¿Habrá entonces vida después de todo esto?”, pregunta hoy la humanidad tras aquellos horrores que se siguen repitiendo a menor escala, y amenazan del mismo modo el futuro del hombre en la tierra.

El tiempo mostró sin pudor los escenarios donde sucedieron aquellas atrocidades que cambiaron el curso del orden mundial. En los campos de concentración nazi de Auschwitz o de Bergen-Belsen, se dice que los carceleros que llevaron a cabo aquel régimen de terror y exterminio, aseguraban a los judíos cautivos que si lograban sobrevivir para contarlo, nadie les creería que el hombre fuera capaz de tanto.

Pero gran parte de la verdad ha sido dicha, y aunque todavía hay quienes dudan de la ocurrencia del holocausto judío como el expresidente iraní Mahmud Ahmadineyad, lo que no se puede negar es el sufrimiento padecido por cada uno de los residentes de aquellos campos donde el abrazo de la muerte acechó sin tregua. La industria cinematográfica se encargó desde entonces de intentar representar aquella barbarie humana.

La película La vita è bella (1997), escrita, dirigida y protagonizada por Roberto Benigni1, nos muestra en medio de los colores del humor y las maravillas del amor, la tragedia de Guido Orefice y su familia de origen judío, en tiempos del Tercer Reich y el esplendor del antisemitismo. Más que hablar del holocausto y sus diferentes matices, se enfoca en lo humano de la tragedia y en la paradoja de continuar viviendo aunque todo esté perdido.

¿Sería posible que mañana al despertar descubriéramos que todo lo vivido fue un sueño terrible?

René Descartes planteó esta absurda posibilidad en su filosofía, pero Guido sabía muy bien que la vida no era un sueño, y ante lo difícil que sería para su pequeño Giosuè comprender el porqué de la injusta segregación que el régimen nazi instauró contra los judíos de Europa, Guido a manera de paliativo se convierte en el mejor actor y comienza su rol en un teatro donde es consciente de que al final, cuando el telón se cierre, no habrán aplausos que valgan.
Cuando crezca el pequeño Giosuè comenzará a descubrir que lo vivido no fue un juego: no estuvo en aquellos campos para ganar puntos que lo hicieran merecedor de un gran premio. Un proverbio platónico dice que “la verdad únicamente está en el vino y en la infancia”; será entonces solo cuestión de esperar su momento. Cada pregunta que Giosuè hace a su padre es un golpe directo a lo más sensible de la realidad: “¿Por qué razón los perros y los judíos no pueden entrar [a la librería]?”
El padre responde: “Porque no los quieren (…) cada uno hace lo que quiere. (…) hay una ferretería, por ejemplo, donde no dejan entrar ni españoles ni caballos”.

Mientras los días siguen contados para los prisioneros judíos, Guido continúa ese juego que representa el humorismo que según Hesse asume el hombre para intentar resistir, mientras la cruda realidad golpea y amenaza la inocencia de los niños, que pese a continuar con su mundo de fantasías, no son ajenos a un porvenir ensombrecido; sus preguntas son el indicio de la sospecha de un realidad diferente.

Pero, ¿qué tiene de bello todo esto? Quizás lo más bello de la vida sean aquellos instantes que se eternizan en el reloj, que se quedan allí mucho más tiempo de lo que tardan en suceder; esos hechos tan breves que cuando llegan casi se están yendo, y apenas si podemos asumirlos como nuestros. La vida es alegría y dolor; en medio del terror y la desesperanza, siempre está el amor como resistencia.

Quizás una de las escenas más conmovedoras de La vita è bella es cuando Guido entra a hurtadillas al cuarto donde se controlan los altoparlantes, para que su esposa Dora del otro lado del muro, pueda escuchar en lugar de las órdenes diarias de los carceleros alemanes, un mensaje de amor recitado de su propia voz y la de su hijo:

“muy buenos días Princesa. Esta noche te soñé toda la noche. Íbamos al cine. Llevabas puesto el vestido color rosa que me gusta tanto. Sólo pienso en ti Princesa. Pienso siempre en ti”.

Poco importaba ya las consecuencias de tal atrevimiento; no había mucho tiempo para pensar en futuro, sólo el presente, sólo el amor con toda su posibilidad de vida:

“Sólo el amor alumbra lo que perdura, / sólo el amor convierte en milagro el barro. / (…) sólo el amor engendra la maravilla, / sólo el amor consigue encender lo muerto”2.

Muchos años después de aquellos acontecimientos, y ante los que hoy siguen repitiéndose con sevicia y odios similares; ante un planeta enfermo y sobreexplotado que se asfixia en la avaricia irracional de los hombres; ante la naturaleza agresiva de las pandemias y la obsesión de las armas de destrucción masiva que amenazan con borrarnos del mapa, queda otra pregunta: ¿sigue teniendo sentido nuestra existencia?

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