Cuando el crimen organizado tiene sus oídos por todos lados, reinando a sus anchas, con la complicidad de la ley, podemos decir que la oscura noche se apoderó de aquel lugar. La luz reina sobre las tinieblas, un nuevo amanecer siempre se impone por muy terrible que sea la noche, porque los buenos siempre somos más, unos cuantos maleantes nunca pueden prevalecer para siempre sobre las mayorías, la justicia tarde que temprano se impondrá, prevaleciendo la verdad sobre la infamia.
Al Capone, el hombre que aterrorizó la ciudad de Chicago en los años 1920 a 1930, tenía una imagen de hombre de negocios, ejemplar, “un hombre probo”, así le diría alguien por estas tierras. Es que no podía ser para menos, en su época dorada, Capone era todo un caudillo, gozaba de la popularidad y el beneplácito de un pueblo que escuchaba todo lo que se decía de él, pero jamás decían nada, porque la sensación de goce y los pequeños placeres producidos por el alcohol (la bebida prohibida de ese entonces) le merecía más un título de héroe que de villano. Los matices se empiezan a deslumbrar en paralelo de dos personajes míticos para la historia, que comparten rasgos y semejanzas entre sí.
Capone, era un maleante, un asesino, un traficante y vendedor de alcohol ilegal, sin dudas era el rey de la delincuencia organizada, con un emporio económico que jamás aceptó competencia, si aparecía, desaparecía porque esa era la ley. Este malhechor tenía comprada la policía, los jueces; incluso se dice que el alcalde, de ese entonces, era ficha clave de su organización. Los crímenes cometidos por su secuaces, rara vez eran investigados, y si lo hacían, no pasaba nada. El sujeto era un experto del camuflaje, nada apuntaba a él, aunque todos sabían que era él. ¿A quién le recuerda?
La historia es cíclica y se repite una y otra vez, en distintos lugares, de forma similar. Colombia, vive tiempos turbulentos, el momento coyuntural que vive el país, es el cúmulo de desastres con los que hemos convivido a lo largo de las últimas cinco décadas, desde la aparición de ese cáncer llamado narcotráfico, que ha podrido generaciones enteras.
El debate de los últimos días gira en torno al expresidente, exsenador, conocido como el innombrable Y apodado con el alias del Matarife. Les hablo del REO # 10879885, quien es un caudillo político, con devotos y feligreses que lo adoran y defienden a muerte, no porque sea inocente; más bien, demostrando su casta fidedigna al patrón. Ellos que salen en sus camionetas de último modelo, en caravanas gritando a todo pulmón: “liberen a Barrabás”, saben mejor que nadie, que el reo se enfrenta a un proceso judicial, por manipulación de testigos, no a una persecución política como dicen.
Lo curioso es las similitudes que hay en los dos casos, la forma tan ferviente de burlar la ley, de comprar y sobornar al que sea, al precio que sea. La mayoría de personas que han intentado testificar en contra del REO # 10879885, están muertas. Los miles de procesos por los que es sindicado, reposan en unos archivadores que solo el polvo visita. Lo irrisorio de todo esto es la forma como se empezó a derrumbar el emporio de Capone, con el caso que tal vez era menos irrelevante para su largo historial de crimen, una demanda por evasión de impuestos; aquí empezamos a ver las matices del Al Capone colombiano, quien tras sus espaldas lleva el peso de todos los procesos que lo sindican de cosas muy graves, pero él, es procesado y detenido preventivamente por un invento que le salió mal, ese invento lo tiene hoy a las puerta de una sentencia por algo muy distinto a su largo expediente.
Quizás estemos a punto de presenciar la caída de un personaje oscuro. Amanecerá y veremos qué pasa con el desenlace de este capítulo, que tiene pinta de ser el fin de una historia de terror.