El uso diario del tapabocas nos ha forzado a comunicarnos con un nuevo lenguaje desde la barrera del miedo y el distanciamiento social.

“Entonces la mujer de Lot miró atrás,
a espaldas de él, y se volvió estatua de sal.”
Génesis 19:26

El uso diario del tapabocas nos ha forzado a comunicarnos con un nuevo lenguaje desde la barrera del miedo y el distanciamiento social. Desde marzo de 2020 cuando es declarada la pandemia por la OMS, el contacto visual surge entonces como esa posibilidad de diálogo ante la dificultad de la palabra hablada. Los días pasan y las viejas costumbres se reconfiguran en un nuevo estilo de vida que nos ha costado tanto asimilar. Nada desde entonces ha vuelto a ser como antes.

Antes de estos acontecimientos, no habíamos sido capaces de percibir como la tecnología poco a poco nos va inclinando ligeramente la cabeza hacia las pantallas de los teléfonos celulares. Abstraídos de la realidad, apenas si sabemos lo que pasa a nuestro alrededor; casi siempre evitamos cruzar la mirada directa con los presentes, y por tanto ignoramos esas señales que nos incitan a compartir la palabra. A las nuevas generaciones, herméticas en su propio mundo, les ha costado mucho aprender a enfrentar el vértigo de mirar fijo y conectar las pupilas con el otro.

Hoy ante la ausencia del apretón de manos, del abrazo o del saludo cordial, somos conscientes de la necesidad de estas expresiones de afecto que se han desperdiciado por estar sumergidos en el mundo intangible de la red. Volver a mirarnos nos ha permitido seguir en contacto, renovar el lenguaje y no perder el verdadero vínculo humano que va más allá de los píxeles o las notas de voz. Recuerdo mucho una frase de mi abuela que dice: “la sonrisa más sincera es la de los ojos”. Por eso hoy somos capaces de reconocerla detrás del tapabocas. 

Teresa Baró,  licenciada en filología y especialista en comunicación personal, suele repetir en sus charlas que “la mirada es un signo de poder”, que si bien no llega a estar por encima de la palabra hablada, sí es capaz de trascender más allá de los hechos. 

Muchos recordarán la fotografía del periodista estadounidense Steve McCurry que fue portada de la revista National Geographic en junio de 1985: el rostro descubierto de una niña de Nasir Bagh, campo de refugiados afganos en Pakistán. Eran los años de la guerra civil, los muyahidines y la invasión soviética (1978-1992).

Esos ojos verdes a la defensiva, reflejaron por muchos años los avatares no solo de su propia vida, sino los de toda su etnia pashtún, de la que se dice “que sólo están en paz cuando hacen la guerra”. Esos ojos de niña con miedo que ya a los doce años había visto morir a sus padres mientras escapaban a pie de los bombardeos soviéticos que fueron reduciendo a escombros un país que todavía no se recupera de sus heridas. 

En una aldea cercana a Tora Bora, diecisiete años después, y tras una búsqueda exhaustiva encabezada por Steve y la National Geographic, pudieron hallar al fin el nombre de aquel rostro. Sharbat Gula era ya una mujer adulta, casada y madre de tres hijas. Esa mirada dura no había cambiado mucho con los años: la ira parecía acentuada. La nueva fotografía de “The afghan girl” recorrió el mundo por ser una de esas miradas que pueden decirnos tanto en su silencio, como lo han hecho por siglos las cuatro damas pintadas por Leonardo da Vinci. 

De aquella visita al nuevo hogar de Sharbat en las montañas afganas en 2002, se destaca su referencia a un proverbio local que dice que “la educación es la luz que ilumina los ojos”. Por lo tanto su anhelo era que sus hijas pudieran estudiar y que la luz del conocimiento las acompañara. La reserva de una mujer casada bajo las costumbres musulmanas que prohíben que pueda posar los ojos en un hombre que no sea su marido, impidieron que esa mirada penetrante pudiera contarnos más de lo que pudieron decir sus pocas palabras a través de la lente de la cámara de Steve.

De Sharbat se volvió a tener noticia en 2016 cuando se le acusó en Pakistán de documentos falsos y fue deportada. Es probable que su mirada se haya repetido en los ojos sin luz de sus hijas, pues a la mujer de Afganistán le hace falta todavía una oportunidad para esbozar su sonrisa sincera a través de su velo, que aunque pueden ocultar gran parte de su rostro, nunca los latidos de su corazón a través de la mirada.

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